Cuenta la tradición que un día estaba San Agustín paseando por la playa y meditando sobre el misterio de la Santísima Trinidad. En estas se fijó en un niño que había hecho un agujero en la arena y estaba llevando agua del mar al hueco. Le preguntó qué hacía y el niño dijo que intentaba meter todo el mar allí. San Agustín afirmó que aquello era imposible y el niño respondió que también intentar entender ese misterio era imposible.
Con la nueva norma de calidad para los productos del cerdo Ibérico pasa algo similar: la realidad del sector es ya de tal magnitud que difícilmente puede estar encorsetada dentro de un Real Decreto tan concreto como el aprobado. Desde la norma del 2001 se ha evolucionado tanto en dimensión empresarial como la tipología del producto que se comercializa, lo que le ha dado una gran relevancia dentro del sector cárnico español.
La tregua de declaraciones, manifiestos y consejeros envueltos en la bandera del ibérico regional vivida en 2013 se ha roto con la publicación de la nueva norma. La causa ha sido la prohibición del uso de las menciones más arraigadas, como pata negra, para la amplia mayoría de la producción: piezas procedentes ibéricos cruzados criados en sistemas intensivos y alimentados a base de piensos y sacrificados a temprana edad, digámoslo claro. Pero lo que parece ser una lucha entre el norte y el sur de este país no debe ser considerada como tal porque también hay producciones de cebo en el sur de España y ganaderos y producciones de Ibérico puro en Castilla y León.
Falta por decir una cosa más, y quizás la principal. Todos somos consumidores y queremos satisfacción por lo que pagamos: calidad y claridad. La calidad ha llevado al ibérico a ser una joya gastronómica de nuestro país, sin duda. Pero la claridad está muy lejos de dejar satisfecho al consumidor. Este, al final se aferra como únicos referentes al precio y la marca o bien decide escoger otros productos, más aún en los tiempos que nos tocan vivir.